30/07/2012 4355 visitas
Lucier se veía como si se hubiera arrastrado dos kilómetros por el suelo durante unas prácticas de entrenamiento militar. Estaba cubierto de sangre, con la ropa arañada y echa jirones a la altura del cuello, cayendo las oscuras tiras de tela sobre el abdomen.
Movió la espada que empuñaba con la mano derecha a un lado, sacudiendo la sangre que manchaba el filo, salpicando el carmesí líquido al suelo y a las paredes de la húmeda y maloliente cueva. Las letras que cubrían el plateado metal se movieron lentamente, como si estuvieran danzando, absorbiendo el rojizo líquido. Aquella espada mágica se alimentaba con los estragos de la muerte, con el residuo vital que quedaba impregnado en la sangre de sus víctimas, endureciéndose con esta energía, puliendo su filo, reparando sus daños.
Una vez que la espada consumió toda la energía vital de la sangre que la cubría, Lucier la lanzó al aire y murmuró las palabras que la hacían desaparecer.
Con un chasquido, que iluminó brevemente la cueva, el arma regresó al lugar de procedencia: la oscuridad, a la espera de ser blandida nuevamente.
Lucier miró a su alrededor.
Decenas de destrozados cuerpos de hombres lobo.
—Qué pérdida de tiempo —murmuró, caminando entre los destrozados cuerpos, dirigiéndose hacia la salida, guiándose por la débil luz que cortaba la oscuridad con cada paso que daba.
Cuando salió de la cueva, Lucier parpadeó ante el cambio de iluminación y aspiró profundamente, inundando sus pulmones del penetrante olor a bosque. Según comprobó tras el escrutinio a su alrededor, estaba en medio de la montaña, en un país del sur del viejo continente, muy cerca de la costa por el olor a salitre. Las copas de los frondosos árboles cercanos ocultaban el camino que conducía a la entrada a la cueva si se buscaba desde el aire, y desde tierra era prácticamente imposible acceder, por culpa de los espinosos arbustos y las grandes rocas puntiagudas.
Lucier se volvió.
Antes de salir en busca de la arpía, debía hacer algo con la cueva.
No podía enviar a los limpiadores, científicos que se encargaban de eliminar las pruebas de las cacerías, evitando que los mortales encontraran los rastros de las muertes, identificando el ADN con las nuevas técnicas forenses, percatándose de las inusuales diferencias entre las cadenas de aminoácidos entre el ADN humano y el inmortal.
Desde aquella noche, o mejor dicho, desde aquel día pues ya había amanecido, los limpiadores tendrían mucho trabajo, y Lucier no podía admitir que había perdido a la arpía que marcó con las cadenas.
Lo mejor que podía hacer era sepultar las pruebas.
Con un solo golpe, Lucier derrumbó el techo de la entrada de la cueva. El estruendo que provocó la caída de las rocas fue ensordecedor, y levantó mucho polvo, creando una capa blanquecina de tierra, como una intensa pantalla de niebla que avanzó velozmente hasta envolverle.
Para asegurarse que los mortales, criaturas muy dadas a buscar respuestas a los misterios del mundo, no removieran las piedras caídas que obstruían la entrada, Lucier la selló, alzando una barrera que distorsionaba el lugar y ocultaría el olor de los cadáveres.
En cuestión de segundos, se formó una ilusión de una pared lisa, suficientemente poderosa como para engañar a los mortales y a los inmortales que pasaran por aquel lugar.
Fue entonces cuando se concentró en su objetivo principal: cazar a la escurridiza mujer que estaba jugando con él.
Esta vez la arpía se había trasladado al norte de Europa.
Lucier sonrió de lado. ¿De verdad creía que la distancia le impediría localizarla? La arpía o era muy ingenua o muy estúpida y no había comprendido el verdadero concepto de las cadenas que le colocó alrededor del cuello y de las muñecas.
No tardó en aparecerse donde se encontraba, en la tierra que los mortales llamaban Escocia, dispuesto a finalizar aquella partida, pero nadie le preparó para lo que le sucedió.
El golpe que recibió por la espalda, le sacó el aire de los pulmones.
La arpía le había empujado con todas sus fuerzas, lanzándolo por un acantilado.
Sorpresa.
Excitación.
Sentimientos encontrados, que surgieron de su interior al tiempo en que caía velozmente hacia unas puntiagudas rocas bañadas por el bravo oleaje del Atlántico.
Aquella mujercita, que apenas le llegaba a los hombros consiguió lo que nadie hasta la fecha: revivir su espíritu, acelerar su corazón, sorprenderle con cada segundo que pasaba a su lado.
Soltó una carcajada que resonó en el abrupto lugar, su cuerpo seguía cayendo velozmente, silbando en el aire.
Lucier se concentró para aparecerse tras ella.
La arpía había sentenciado su destino.
La atraparía.
Y no la dejaría marchar.